Las personas afectadas por la pobreza energética presentan un mayor riesgo de mortalidad por enfermedades cardiovasculares y respiratorias y son más proclives a padecer problemas de salud mental como ansiedad, depresión y estrés. Con motivo de la Semana Europea de la Lucha contra la Pobreza Energética, la Sociedad Española de Epidemiología (SEE) ha alertado de los efectos de pobreza energética que, además, empeora otras enfermedades crónicas como la artritis y aumenta la posibilidad de sufrir gripe y resfriados.
A lo largo de las últimas décadas, el incremento constante del precio de la energía y las consecuencias de la crisis social y climática han puesto de relieve que la pobreza energética se erige como un importante problema en todo el continente europeo. Hablamos de hogares que no pueden alcanzar un nivel de consumo doméstico de energía suficiente para satisfacer las propias necesidades y desarrollar una vida social efectiva. Un problema social complejo que afecta a un 14,2% de los hogares españoles, cifra que se encuentra muy por encima de la media de la Unión Europea, ubicada en el 6,9%.
En nuestro país, las personas que no pueden permitirse mantener el hogar a una temperatura adecuada durante los meses más fríos tienen el doble de mala salud autopercibida y depresión que las personas que no se ven afectadas por la pobreza energética. Las personas que se han retrasado al menos una vez en el pago de los recibos energéticos en los últimos 12 meses sufren hasta tres veces más problemas de depresión que quienes sí pueden pagar sus facturas.
Además de las repercusiones sobre la salud, la SEE recuerda que la pobreza energética tiene un fuerte impacto sobre las actividades del día a día, como el estudio, el ocio, los cuidados o el trabajo. Una situación que conduce en muchos casos a la estigmatización o la reducción de la interacción social de los afectados. Asimismo, algunos hogares se pueden ver obligados a utilizar fuentes de energía menos seguras y, en los casos más extremos, cuando el acceso a la energía no está garantizado, a conectarse de forma irregular a la red. Estas situaciones aumentan el riesgo de accidentes asociados a quemaduras o inhalación de monóxido de carbono.
MIGRANTES, MUJERES MAYORES Y FAMILIAS MONOPARANETALES, LOS MÁS AFECTADOS
Las personas mayores y los menores de dos años son especialmente sensibles a las temperaturas, tanto frías como cálidas, en los hogares. También es el caso de quienes sufren algunas enfermedades crónicas o tienen movilidad reducida, ya que son colectivos que, a menudo, pasan más tiempo en casa y están más expuestos a la pobreza energética.
Además, esta mayor susceptibilidad fisiológica frecuentemente coincide con una mayor vulnerabilidad social. Y es que, la pobreza energética, a menudo, coexiste con otros condicionantes como inseguridad laboral, alimentaria o residencial. De hecho, las personas de clases sociales más desfavorecidas, las personas migradas, las familias monoparentales, las mujeres mayores que viven solas o las personas que viven de alquiler a precio de mercado en algunas ciudades son algunos de los colectivos que tienen más dificultades para satisfacer sus necesidades energéticas.
“Los servicios energéticos no deben entenderse como una mercancía sino como un bien básico para las personas. Son esenciales para la vida, la salud y el bienestar”
Para acabar con la pobreza energética, la Sociedad Española de Epidemiología insiste en que es necesario “tomar medidas estructurales, contundentes y basadas en la evidencia científica y en la equidad que garanticen el derecho a la energía a toda la ciudadanía”. Para ello, abogan por acelerar la transición energética hacia un modelo “más sostenible y justo” e implantar medidas que alivien el sufrimiento de las personas afectadas.
En este sentido, enumeran algunas de las medidas ya adoptadas como el bono social de electricidad o el bono social de justicia energética, son positivas pero temporales e insuficientes. “Los límites máximos de consumo bonificado siguen siendo insuficientes para muchos hogares, sobre todo para aquellos con mayores necesidades energéticas, y los límites de renta son poco garantistas y dejan fuera a muchas personas”, apuntan. También quedan fuera de estas ayudas personas en situaciones extremadamente precarias, como aquellas que no pueden tener los suministros regularizados a su nombre, o aquellas que no tienen acceso a los medios de solicitud (ordenador, conexión a internet…) o tienen barreras idiomáticas. Por todo ello, es necesario avanzar hacia medidas más estructurales como la implementación de una tarifa social que garantice un consumo energético mínimo de forma universal.
Los epidemiólogos recalcan que es importante fomentar la rehabilitación de los edificios y viviendas antiguas para mejorar su eficiencia energética, lo que a su vez puede mitigar las emisiones de CO2. En este sentido, es imprescindible que las políticas de rehabilitación energética sean equitativas y beneficien también a les personas con menos recursos económicos y a aquellas que viven de alquiler, ya que a menudo son las que sufren más pobreza energética.
En este sentido, afirman que son muchos los sectores desde los que se pueden identificar las diferentes consecuencias de la pobreza energética que podrían colaborar en la detección y puesta en marcha de protocolos para su abordaje: la Atención Primaria, los centros educativos, los servicios sociales, los centros de día para las personas mayores, las oficinas de vivienda o las oficinas de ocupación, entre otros.
Una tarea para la que es esencial promover un trabajo previo de formación y establecer protocolos de colaboración y derivación. “Los servicios energéticos no deben entenderse como una mercancía sino como un bien básico para las personas. Son esenciales para la vida, la salud y el bienestar”, concluyen.