Las vacunas contra la Covid-19 fueron desarrolladas en tiempo récord marcando un hito científico. Apenas un año después de la detección de los primeros casos la comunidad científica contaba con la secuencia del virus lo que posibilitó el inicio de una carrera contrarreloj para el desarrollo de los sueros. Todos y cada uno de los candidatos a vacuna que finalmente recibieron la autorización condicional de emergencia por parte de los organismos reguladores pertinentes, demostraron su seguridad y eficacia en ensayos clínicos que contaron con la participación de decenas de miles de voluntarios en todo el mundo.
El desempeño en la vida real de las vacunas no solo ha reforzado los resultados obtenidos en los ensayos clínicos, sino que han permitido recuperar la práctica totalidad de la normalidad perdida a principios de 2020. A pesar de esto, los movimientos contrarios a las vacunas han proliferado durante la pandemia, así como aquellos que negaban la existencia del coronavirus. La desinformación, especialmente alimentada por la inmediatez y alcance que favorecen las redes sociales e internet, ha sido y es uno de los grandes peligros a los que la salud pública ha tenido que hacer frente durante la pandemia.
Si analizamos la situación vivida, cierto es que las noticias falsas, la propaganda y la demagogia no son nada nuevo. Lo que sí ha cambiado son los medios y plataformas que permiten su difusión. Tal y como exponen los autores del informe publicado por la Comisión The Lancet, la pandemia provocada por la Covid-19 no es la primera crisis en la que se comparte información errónea. Los movimientos contrarios a la inmunización de rutina en la edad pediátrica o los negacionistas del cambio climático son claros ejemplos.
“La rápida velocidad a la que se comparten las noticias, la difusión deliberada de información errónea y la desinformación por parte de los líderes políticos, así como una falta de supervisión adecuada, crean un entorno abrumador que fomenta la desconfianza de las autoridades sanitarias y promueve la idea de que las opiniones individuales tienen el mismo peso que la mejor evidencia científica disponible”, argumentan los autores del informe. Y esto, tiene importantes consecuencias en términos de salud pública.
El documento que nos ocupa pone el foco en un estudio realizado en Italia que relacionó la escasa comprensión pública sobre el riesgo de infección, incluso durante el pico de incidencia en 2020, con 11.411 personas que violaron las normas de confinamiento.
Algunos medios de comunicación dieron cabida de forma errónea a tratamientos peligrosos o experimentales (como la hidroxicloroquina o la ivermectina) que se tradujo en intoxicaciones y escasez de medicamentos para quienes realmente los necesitaban debido a sus patologías.
“Todos los países demostraron ser altamente vulnerables a la desinformación y a la información errónea respecto a la pandemia”, recalcan los autores. En este sentido ponen el foco en un estudio que documentó que el 46% de los británicos y el 48% de los estadounidenses estuvieron expuestos a información falsa.
"La rápida velocidad a la que se comparten las noticias, la difusión deliberada de información errónea y la desinformación por parte de los líderes políticos, así como una falta de supervisión adecuada, crean un entorno abrumador que fomenta la desconfianza de las autoridades sanitarias y promueve la idea de que las opiniones individuales tienen el mismo peso que la mejor evidencia científica"
Otro estudio desarrollado en 2020 sobre los vídeos más vistos sobre la Covid-19 en YouTube halló que más del 43% de estos vídeos contenían información engañosa. El informe indica además que la extrema derecha política en Estados Unidos ha promovido una retórica anti-científica, como se ha demostrado dadas sus posturas ante las vacunas contra la Covid-19 y las medidas de prevención. Este movimiento ha llegado hasta el punto de que la retórica contra la ciencia y la desinformación sobre la Covid-19 ahora son promovidas incluso por varios miembros electos del Congreso de Estados Unidos. Una situación extrapolable a la gran mayoría de países. “Según recientes estimaciones entre 100.000 y 200.000 estadounidenses perdieron la vida porque rechazaron las vacunas contra la Covid-19. El movimiento anti-ciencia se ha globalizado con trágicas consecuencias”, lamentan los autores del informe.
La Organización Mundial de la Salud (OMS) es la principal autoridad internacional en materia de salud y debe contar con el apoyo de sus Estados miembros y otras agencias de la ONU para liderar la respuesta global a una crisis sanitaria de estas características. “Sin embargo, varios líderes políticos socavaron públicamente a la OMS, difundieron campañas contra ella y sus recomendaciones, e incluso intentaron detener su financiación”, critica el informe en una clara alusión al expresidente de los Estados Unidos, Donald Trump.
Tal y como se ha señalado anteriormente, las redes sociales desempeñaron un papel crucial en la forma en la que la sociedad percibía las medidas sociales y de salud pública. A medida que la evidencia científica sobre el virus ha ido surgiendo las medidas sociales y de salud pública han tenido que ir ajustándose a la realidad epidemiológica de cada momento. “Sin embargo, la dependencia de las redes sociales a través de titulares destinados al clickbait ha tenido un efecto polarizador en muchas comunidades. Las redes sociales dejaron poco espacio para las discusiones profundas de los problemas y permitieron el desarrollo rápido de ortodoxias que, a su vez, deslegitimaron las recomendaciones y medidas sociales y de salud pública en respuesta a la evolución sobre la comprensión del virus”.
Además de mejorar estos aspectos, la educación es fundamental no solo para la comprensión sino para el cumplimiento de las medidas de salud pública. Los investigadores responsables del informe señalan que la evidencia global sugiere que la reticencia a la vacunación es mayor entre las personas con niveles más bajos de educación y con ingresos más bajos”.
Una situación que enfatiza en una mayor educación y comunicación sobre la salud, basada en la evidencia sobre la atención preventiva y el mantenimiento de la salud en los centros educativos y a través de los líderes políticos. Además, por supuesto, de una regulación sobre los mensajes y contenidos contrarios a la evidencia científica que con tanta facilidad han proliferado y proliferan en las redes sociales.