En 1986 Montse ingresó en el hospital al borde de la vida. Sufría una sobredosis de heroína. También candidiasis cerebral. Con 21 años y drogodependiente, le diagnosticaron síndrome de inmunodeficiencia adquirida (sida). Dos años de vida. Eso es lo que según los médicos le quedaba. A lo que tenía que hacerse a la idea.
Cinco años antes, los Centros para el Control y Prevención de Enfermedades (CDC) de Estados Unidos publicaban un “extraño brote de neumonía asesina” propagada entre homosexuales. Para finales de 1981 habían muerto 121 pacientes por esta enfermedad y se documentaban los primeros casos fuera de Estados Unidos, en Reino Unido, Suecia e incluso España. En el mismo año en el que se le diagnosticó el sida a Montse, 1986, se bautizó al virus causante de la enfermedad: el virus de inmunodeficiencia humana o VIH.
Hasta ese año, en España habían muerto un total de 289 personas por esta enfermedad. Estaba empezando a llegar, tres años después en 1989 se superaron las 1.000 muertes por año, llegando incluso a las 5.857 y 5.749 defunciones en 1995 y 1996 respectivamente. Para entonces ya se sabía que esta enfermedad de transmisión sexual no afectaba solo a los hombres homosexuales, sino también a drogodependientes y trabajadoras sexuales. Solo a partir de 2010 los fallecimientos por VIH y sida han bajado del mil.
“Al final mis compañeros me dijeron que me pusiera los tratamientos que estaban saliendo antes de que fuera a peor”
40 años después de que aparecieran los primeros casos, parece que el VIH no es cosa de mujeres, pero en España el 13,8% de los nuevos contagiados son mujeres como Montse. En el mundo el 53%, más que los hombres. “Veo que a las chicas no les preocupa, que se ha perdido el miedo. Dicen que es algo de los 80 y se ha olvidado. Pero existe, y que hay que insistir en la prevención”, señala Montse. “Ahora no pasa nada, pero es una enfermedad crónica, hay que tomar medicación que tiene efectos secundarios y convivir con el estigma social y laboral que viene de la ignorancia y el desconocimiento. Porque todavía nos echan de los trabajos cuando se enteran de que somos seropositivos o pierdes a los que creías que eran tus amigos”.
Montse era una de esas drogodependientes que en los años 80 llenaban las calles de España. Abandonó los estudios sin terminar el bachiller, en ese momento lo que era la BUP hasta los 16 años y después el COU hasta los 18, y decidió pasar los días, como miles de españoles en esos años, al servicio de la heroína. Eso le llevó a que con 21 años tuviera que ingresar en el hospital por una sobredosis. “Tuve suerte ingresé en el hospital por una sobredosis de heroína, me hicieron la prueba y me dijeron que tenía sida”.
También le dijeron que tenían candidiasis cerebral, que en realidad no sabe si apareció porque la heroína estaba contaminada o por ser una enfermedad oportunista del sida, como la neumonía, la toxoplasmosis o el virus del herpes simple. Y que le quedaban dos años de vida. “Me hice la sueca. Me di cuenta de que me había jodido la vida y que tenía que salir de allí. Decidí dejar la heroína y no volví”. En ese momento en el que no había ningún tratamiento para la enfermedad y su pronóstico era bastante malo, decidió terminar el bachillerato, realizar cursos sueltos y convertirse en técnica de salud ambiental.
Cerró las bocas de aquellos que le decían que se merecía su enfermedad y que se lo había buscado por drogadicta, y se hizo voluntaria. En el momento en el que las guerras de los Balcanes asolaba la antigua Yugoslavia, decidió embarcarse a Bosnia y ayudar allí durante años. “Era el trabajo de mi vida”. Pero esta enfermedad, crónica, que te va consumiendo día a día y te deja sin defensa ante cualquier patología, seguía ahí. Y ella no se trataba. “Al final mis compañeros me dijeron que me pusiera los tratamientos que estaban saliendo antes de que fuera a peor”.
“Tengo osteoporosis, calambres musculares, y como he trabajado cargando y moviendo cosas tengo dolores de ello también"
Ahora el tratamiento contra el VIH es una pastilla sin apenas efectos secundarios. Un tratamiento retroviral que si se sigue a rajatabla hace que el virus sea indetectable y que no se transmita por ninguna vía. Hace 30 años, cuando aparecieron los primeros tratamientos, estos te tumbaban en la cama, y eso en la mejor de las suertes. “Estuve 15 días ingresada en el psiquiátrico por el tratamiento que tomé entonces”.
Empezó a ver cosas raras, a sentir cosas extrañas. Tenía pesadillas, decía cosas sin sentido, reía hasta ahogarse. Se inventaba historias, se creía que tenía superpoderes, que había venido al mundo a salvarlo, que podía comunicarse con todos telepáticamente, que veía el futuro… “Acusé a mi amiga, con la que vivía, de ser una espía soviética y de estar echándome algo en el zumo de naranja”. Su amiga, asustada, la ingresó. Ya se ha recuperado de ese episodio de brote psicótico, aunque le costó años, tuvo una leucoencefalopatía multifocal progresiva que le dificultó caminar, expresarse, le impedía leer e incluso tuvo que llevar por un tiempo pañal.
Con la llegada de los nuevos retrovirales ya no ha vuelto a sufrir un episodio igual. Tampoco tiene que preocuparse por si transmite el virus como cuando era más joven. Pero sí que tiene que enfrentarse a distintas patologías que no sabe si se deben a la edad, al tratamiento o a una mezcla. “Tengo osteoporosis, calambres musculares, y como he trabajado cargando y moviendo cosas tengo dolores de ello también”. Es, una de esos supervivientes con VIH que se hacen mayores, que se enfrentan al estigma y a la experiencia de ser de las primeras generaciones en envejecer con sida.