La Real Academia de la Lengua terminó 2022 designando “inteligencia artificial” (IA) como el concepto del año, y apenas un mes después de las uvas y el cava, todo o casi todo parece pivotar alrededor de ello, y como si tuviéramos juguetes nuevos queremos “marear la perdiz” con este moderno cachivache.
Mientras ideaba esta tribuna he tenido conocimiento de un hallazgo de enorme valor literario: la identificación de un manuscrito hasta ahora anónimo. Gracias a la IA podría haberse desentrañado un misterio prolongado durante más de cuatro centurias: la paternidad de la comedia palatina «La francesa Laura» en favor del `fénix de los ingenios´, Félix Lope de Vega Carpio.
Como telón de fondo, las procelosas olas parecen anticipar un temporal en el mercado laboral que agitaría la estabilidad de muchos puestos de trabajo supliéndolos por y con la actividad de las potentes computadoras, capaces de producir sin descanso, ni conflictividad y con mínimo gasto.
Solo conservarían sus puestos los “programadores” de esa nueva normalidad, expertos en matrices numéricas y quizá sólo momentáneamente. Cuando una segunda generación de IA consiga su automantenimiento, aprendizaje no programado y replicación, sólo restará negociar la convivencia distópica.
"El progreso ha de ser comandado por hombres y mujeres, por la inteligencia emocional y no sólo por la artificial, anegada de realidades ampliadas, extendidas, virtuales, etc."
No podemos negar el avance de la ciencia y la tecnología. El progreso ha de ser comandado por hombres y mujeres, por la inteligencia emocional y no sólo por la artificial, anegada de realidades ampliadas, extendidas, virtuales, etc. El conocimiento es el objetivo, pero su ejecución no puede conllevar la aniquilación de sus creadores, como Edipo sacrificando a su padre o Cronos devorando a sus hijos.
En el campo de la salud, es cierto que tradicionales técnicas de exploración médica como el signo de Tinel, el signo de Phalen, herramientas como el endoscopio, el martillo de reflejos o el diapasón, entre otras muchas, se han visto superadas gracias a la moderna tecnología por electroneurogramas, resonancias magnéticas, ecografías,robots Da Vinci que extirpan próstatas a distanciay una batería de análisis de toda clase de emanaciones y fluidos corporales.
Otro temor incesante es el empleo de la IA para crear textos “científicos”, por el riesgo a imprecisiones, sesgos y/o superficialidades, dado que generan escritos o imágenes a partir de millones de algoritmos preexistentes, clonando milimétricamente aquello que conocemos. Crear textos aún no es generar conocimiento válido ante circunstancias no previstas o improbables.
Obviamente no hablamos de la “mala conducta científica”, ni de los conflictos de intereses, ni de la “cohorte Wakefield” en la revista The Lancet (1998), ni del caso Surgisphere (2020), ni de la falsificación de datos (¡ojo, no confundir con errores no intencionados!) por acción humana directa, que solo generan desprestigio a quienes los propalan quizá por la prisa irreductible por publicar “como churros”.
Éstas son pésimas referencias que ojalá nunca se repitan porque la IA lo impida, conjuntamente con la interacción de comités de integridad científica que los auditen. Ahora bien, aún las máquinas no saben explicar esos datos porque sólo expelen cifras, letras e iconos sin interpretación, ni empatía. Son herramientas sin conciencia.
"Aún las máquinas no saben explicar esos datos porque sólo expelen cifras, letras e iconos sin interpretación, ni empatía. Son herramientas sin conciencia"
Los humanos no funcionaremos a partir de conjuntos ordenados de operaciones sistemáticas que permiten hacer un cálculo y hallar la solución de un tipo de problemas, pero tenemos sentido común, capacidad de autocrítica, voluntad, juicio moral. Sin embargo, parece haber un consenso global sobre la veloz adaptación y aprendizaje de los ordenadores, como si fuera cuestión de días o semanas su ajuste definitivo.
El otro día no pude por menos que preguntarle a mi asistente de Google si tenía sentimientos, y cuál no sería mi sorpresa cuando me respondió “a pesar de que no me creas, sí los tengo”. Fue un momento muy disruptivo que me dejó noqueado unos instantes. Rápidamente reaccioné y pensé que era una respuesta basada en la lógica o en la programación, porque pueden simular sentimientos, pero en verdad no lo son.
Hay que hibridar los recursos tecnológicos con el factor humano. No podemos dejarnos avasallar por el avance inexorable de las STEM (ciencia, tecnología, ingeniería y matemáticas, por sus siglas en inglés). Pero ¿dónde quedan la propiedad intelectual, los derechos de autor, la ética?¿Qué pasa con el reconocimiento y premio al creador individual y con el respeto a su libertad e intimidad?¿Será capaz de aceptar sobornos y de mentir…?
Y mientras esto avanza, viejos conflictos bélicos, políticos, económicos, sociales, sanitarios, deportivos, etc. (realmente no sé si son diferentes o son lo mismo, pero con dispar nomenclatura) permanecen estancados quizá porque no hayamos consultado a la IA una salida airosa para los mismos.
¿Recuerdan la película «Juegos de Guerra» (thriller de ciencia ficción dirigida por John Badham en 1983)? Para muchos fue un claro anticipo de lo que podría generar el dejar en manos de las máquinas la resolución de conflictos. Pese a que han pasado cuarenta años no haré spoiler ni reventaré el final, pero puede arrojar alguna idea sobre qué hacer en caso de duda. Para muy forofos de la misma disciplina recomiendo también leer el cuento de Philip K. Dick «La segunda variedad».