Nuestros sentidos nos engañan. Creemos sentir algo, pero en verdad, está mediatizado por infinidad de estímulos externos e internos, que reconducen nuestro pensamiento y nuestras conclusiones en múltiples direcciones.
Somos lo que percibimos. Pero no solo lo que percibimos, sino el cómo, cuándo y dónde lo percibimos, pues cada uno de estos inputs arroja respuestas especificas en cada humano.
En nuestra experiencia profesional, no hay dos pacientes iguales, ni dos percepciones del dolor iguales, pues a cada quién le duele a su manera y lo percibe según su criterio e historia personal.
Es muy importante el conocimiento que tenga cada persona de sí misma, de sus límites, posibilidades y anhelos, de sus preocupaciones y responsabilidades. Esta autoexploración del mundo íntimo y emocional, del “sí mismo”, requiere cierto grado de sinceridad.
A posteriori es imprescindible identificar esas emociones, dejar de lado los prejuicios tratando de ser precisos a la hora de explicar cómo le afecta a esa persona la circunstancia en juego. Las emociones reflejan la respuesta a los estímulos y la adaptación al entorno. En muchas ocasiones no sabemos describirlas con precisión y nos perdemos en detalles baladíes e imprecisos, trampas de la mente para hacer más asimilables nuestros dolores emocionales.
La búsqueda de concordancia entre lo subjetivo y lo objetivo de las mediciones instrumentales, forma parte de la pericia asistencial
Desenredar la madeja, seguir el hilo conductor con sensibilidad y empatía culminará el acto terapéutico al liberar las emociones escondidas en la mente de la persona. Debemos sortear las barreras que impidan explicar qué es aquello que sentimos, ayudando a las personas a conocerse, aceptarse y, proyectarse hacia proyectos de felicidad posible.
En esta situación nos vemos frecuentemente en las relaciones asistenciales cuando tratamos de extraer información en esa relación de confianza, haciendo conjeturas sobre causas y consecuencias, tomando en consideración el relato de quien sufre, acompañándole.
La búsqueda de concordancia entre lo subjetivo (ahora compartido y a veces omitido) y lo objetivo de las mediciones instrumentales, forma parte de la pericia asistencial.
En este punto adquiere gran relevancia el factor cultural, educativo, antropológico, para precisar qué se siente no solamente en la consulta del médico, sino también al expresar las emociones, pues ambas se guían por el mismo criterio.
En ocasiones el lenguaje oral es suficiente y en otras el paraverbal denotará el factor emocional. La educación y la experiencia vital condicionarán esa entrevista.
En ese reto considero ha de convocarse al mundo de la educación desde la infancia y naturalmente durante la primavera existencial que sería la adolescencia: Enseñar cómo funcionan los cuerpos y cómo responden las personas a las emociones. La educación emocional persigue la prevención y reducción de las situaciones que inciden negativamente en nuestra salud física y psíquica.
Diversos estudios señalan la Inteligencia Emocional como protectora
Ante un duelo, un cumpleaños, una boda, un despido… se suscitan infinidad de emociones y cada uno las vive a su manera. Aprender a gestionarlas, a controlarlas, a evitar que se desborden, es imprescindible de cara a superar nuestras debilidades y ponerlas a nuestro servicio para obtener mejores resultados.
Diversos estudios, y esta es mi experiencia, señalan a la Inteligencia Emocional (IE) como protectora, al abordar los síntomas de patologías como el dolor crónico e influye en la disminución de la vulnerabilidad a los estados emocionales negativos o la depresión.
Quizá Gustave Flaubert pensaba en los médicos en “La educación sentimental” al decir que “hay hombres que solo tienen por misión entre los demás la de servir de intermediarios; se pasa por ellos como sobre puentes y se va más lejos”. Tal vez fuere la mejor acepción que cabría recibir: ser porteadores de emociones, o mejor, aportarlas en forma de salud ¡Piensen en ello!